Al emprender un viaje por tierras lejanas,
por los lugares posibles del planeta, África, Asia, Oceanía…, el viajero se
había topado con todo tipo de incongruencias, calamidades y situaciones
inimaginables, llegando casi siempre a la conclusión de que sobraban por
doquier bombas, negra metralla y tsunamis, pero siempre faltaban manos, alguien
que ayudase a sus semejantes en lo más perentorio, que tuviese en cuenta las
múltiples penalidades por las que atraviesan millones y millones de criaturas,
salvándolos del lodo, de los apestados contenedores hechos montañas, de la famélica
impotencia.
Al cabo de un tiempo, y después de recorrer innumerables
territorios, ríos, ásperos desiertos, descubrió, sin apenas proponérselo, algo
que le turbó, que le llegó al alma, unas raras tribus apostadas en un inhóspito
lugar, que disponían de racimos de manos por todos los costados, era como un
prodigio el comprobar a través de las prístinas pesquisas y escuetas
averiguaciones que allí se debía respirar la mayor de las fragancias, toda una
especie de delicia paradisíaca, donde se rumiaba el incalculable valor del pan
amasado entre tantas desprendidas manos, que sabría a cielo o a tocino de
cielo, no había penurias, y la felicidad brotaba cantarina y vigorosa entre
tantas tiernas manos revoloteando por el entorno, repartiendo bocadillos,
globos de infinitos colores, fantasías sin cuento, era el cuento de nunca
acabar, achicando agua en las cabañas, preparando en el fuego carne recién
cazada en el bosque, abrazándose unos a otros de continuo por la alegría de la
lluvia, del sol, de la brisa, de la niebla, de la puesta de sol, de la
nocturnidad, dándose los más estimulantes parabienes, cálidas palmaditas en la
espalda y en la frente, formando todos una piña, entregados en cuerpo y alma y
manos a los demás.
José Guerrero
24/10/2012
Escrito a vuela pluma
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